La beata sikisapa
En la Amazonia se da un estupendo fenómeno: la
lluvia con sol. Como en muchas ocasiones, cuando la lluvia había terminado, el
fuerte sol anunciaba una excelente jornada. Era en medio de la selva, junto a
miles de miles: la sikisapa. Una grande hormiga que no solo volaba, sino que
también andaba en grupos inmensos para portar la comida al hormiguero y
asegurar el invierno. Su gran característica es que tiene la parte trasera negra
o roja y muy grande en comparación al resto de su cuerpo. Cuando pica el dolor
te dura una semana.
Todas trabajaban, ninguna se detenía. Formaban
largas filas, unas iban, otras venían. Casi todas si excepción podían romper el
ritmo. El momento curioso era cuando parecía que se detenían y que se miraban a
las caras para saludarse... “¡Que tenga
un buen día!”, decía una, y la otra respondía... “¡Para usted también!”. El hormiguero era dirigido por la
sikisapa reina, ella miraba siempre volando desde lo alto. Observaba a cada
una, cómo contentas transportaban las hojas de los árboles o algún insecto que
lo encontraban muerto o casi muerto. Todo lo que servía como alimento era
transportado al hormiguero. Ellas son como las recicladoras naturales de la
selva.
Así pasaban los días llenos de trabajo, desde que
el sol salía hasta que éste se acostaba. La sikisapa reina observaba siempre
desde lo alto. Ese era su labor, cuidar el hormiguero. Una vez vio como una se
apartaba de la fila tres veces al día: al inicio, al medio día y casi al final.
Se iba sola, aprovechaba que todas se concentraban en su trabajo y como eran
muchas no se caía en la cuenta quien faltaba. A veces, ni importaba quien
pasaba a tu lado, basta con responder al saludo o con acabar con la tarea del
día. Esta era, la beata sikisapa. Se llamaba así, porque sabía aprovechar el
tiempo para escaparse y mirar al sol. La creían loca. Por la mañana le pedía que
no sea duro con todas. Al medio día le agradecía por haber sido complaciente y
no quemar mucho haciendo que la jornada sea bastante agradable. Y al final,
cuando éste terminaba el día, la beata sikisapa corría dejando el hormiguero
para decirle que no se vaya por mucho tiempo: “señor sol, lo queremos mañana para continuar el trabajo…, todavía hay
espacio en el hormiguero”. Le decía cada atardecer.
Una mañana, la sikisapa reina, voló raudamente
hacia la beata y le dijo: “¿por qué
abandonas el hormiguero?..., ¡te he estado observando! ¡Te escapas tres veces
al día! ¡Te llevaré al Consejo y trataremos tu caso porque no trabajas como los
demás...! ¡Estás perdiendo el tiempo!” Le decía con fuerte voz. La beata le
dijo: “Solo le digo al señor sol que nos
cuide, que de lo alto nos proteja porque tenemos que completar todas juntas el
trabajo”.
Llegó el día cuando se juntaron el viento y la
lluvia. Era una gran tempestad. Todavía no amanecía, el sol no había salido.
Todas esperaban el primer rayo del sol para empezar la jornada. Pero el viento
y la lluvia no lo permitían. Para la beata sikisapa, no pudiendo soportar
decidió romper la regla. Usó sus alas y escapó del hormiguero. Nadie podía usar
sus alas, solo la reina. Pero la beata salió apresuradamente. Y volando y
volando hasta la copa de la Lupuna, –el
árbol más antiguo y alto de la Amazonía–, empezó a ver como el río había
cambiado su cauce. Arrastrando con él, lodo y piedras y desapareciendo todo a
su paso. Su vuelo de retorno fue raudo. Llegó y advirtió a todas que tendrían
que escapar. “¡Corran, corran… Todas
hacia la Mamá Lupuna!”, gritaba fuerte. Al inicio la reina dudó. Salió a ver de
lo alto y constató lo que había dicho la beata. Todas, a la orden de la reina
salieron venciendo el estupor. Se dirigieron a la Vieja Lupuna que estaba,
menos mal cerca del hormiguero. Ella extendiendo sus grandes ramas ayudada por
el viento, ayudó a que todas pudiesen subir hacia ella. Al poco tiempo, cuando
todas habían subido llegaron las aguas y con ellas el barro y las piedras,
borrando todo a su paso. La reina agradeció a la beata, y desde esa fecha, todo
el hormiguero hace un alto tres veces al día. Todos se empezaron a recordar que
tenían que detener el trabajo en esos momentos de la jornada.
Por ROBERTO CARRASCO ROJAS