martes, 6 de junio de 2017

NARRACIÓN INDÍGENA: Ñuka napuruna



ÑUKA SINCHI RUNA

La tormenta no me dejó dormir. Era todo oscuro. Daba vueltas y vueltas. Lo peor es que los mosquitos entraban bajo mi mosquitero y zumbaban por mis oídos. Molestaba este zumbido. Los truenos y los relámpagos eran tan fuertes que mi tambito se sacudía. Sonaban las hojas de irapay. Pareciera que el techo se venía encima mío. Me abrazaba el miedo y temblaba, mientras yo abrazaba mi colchita. Era la primera vez que comenzaba a entrar en pánico. Mis pies empezaban a enfriarse más y más. Afuera el sonido de la noche era estrepitoso. La mala suerte me seguía.


Entonces, una lechuza comenzó a chirriar bajo mi techo. Los ojos los tenía muy abiertos. Miraba de un lado al otro. Comencé ha recordar a mi abuela:
“Hijo, cuando chirria la lechuza está anunciando la muerte de un vecino del pueblo”.

Y temblaba más todavía. Sólo la idea de saber que el tunchi estaba merodeando mi casa me hizo entrar en pánico.
“Me siento solo. Tengo mucho miedo”, decía.
“Y para colmo no traje la pukuna… ¿cómo me defenderé?”, era la preocupación de no portar algo con que defenderme…
¡Sha…!, una pequeña queja salió de mí.

Saltaba de estupor mientras la luz del relámpago iluminaba todo. Parecía ver sombras alrededor de mí. Sobresaltaba cuando sonaban los truenos. Tuve que alzarme. Llevaba conmigo mi colcha y mi mosquitero a la esquina de mi tambito. La fuerza del viento allí no golpeaba tanto. Mi nariz estaba fría. La humedad se sentía por doquier. Decidí sentarme. Agarrando mis rodillas, invocaba al Samay de Pachayaya. Él segurito me dará sosiego…:
“Estoy solo, ¿si se cae el techo a dónde voy, a dónde corro?”, pensaba.

Extrañaba esas noches cuando la rana croaba y los monos frailes chillaban. Extrañaba a mi mamá y a mi papá que no estaban conmigo. Era la primera vez que había tomado la decisión de salir solo de casa, de agarrar la canoa y surcar río arriba para enfrentarme yo solo a la vida:
“Tengo que demostrarme a mí mismo que ya he crecido”, me repetía varias veces en mis adentros.

“De noche la selva es totalmente distinta… ¡si la soledad es así, pienso que un hombre no nació para vivir siempre solo!..., no es lo mismo estar en casa con mi padres”… comenzaba a hablar solo.
“Ya tienes 16 años, lo suficiente para saber qué hacer”, era esa voz de mi papá que sonaba en mi mente. 
“Ser un verdadero runa exige mucho”. Mi papá siempre me repetía cuando íbamos a la chakra, que un verdadero runa sabe enfrentarse a las dificultades.
“Un verdadero runa sabe qué hacer cuando está solo”.  Esa voz me mantenía fuerte. “Ñukaka kikin runami kani. Ñukaka sinchi runa”, era mi lengua nativa la que brotaba de lo profundo de mí. Era como un grito interno que me repetía tantas veces: “Yo soy nativo propio. Yo soy nativo fuerte”. En la eternidad de la noche fría empecé a preguntarme quién realmente soy.

“Soy Marcos Nuteno Kukinchi… soy Marcos Nuteno Kukinchi”, sonaba en mi mente muchas veces. Era mi nombre. Estaba tomando conciencia de mi nombre…
“¡Ñuka Marcos Nuteno Kukinchi!, ¡Ñuka Marcos Nuteno Kukinchi!...”.

Pero esto no es suficiente. Me costaba aceptar mi raíz nativa. No se realmente cómo y cuándo empezó esta duda en mí. Y seguía sonando mi nombre completo en kichwa, la lengua de mis padres y abuelos. “Me estoy escuchando hablar en kichwa”. Qué experiencia ésta la de empezar a escucharse.

Todavía la lluvia golpeaba las hojas del techo. Todo me parecía que estaba encima mío. Un canto especial comencé a escuchar:
“¡Ayaymama, ayaymama!”.

Sí, era la Ayaymama. Mis piernas nuevamente empezaron a temblar.
“Son los niños que lloran la ausencia de su madre”.
Y entre el sonido de la lluvia se escuchaba fuerte: “¡Ayaymama, ayaymama!”.

Comencé a inquietarme por no saber qué hacer frente a ese fuerte lamento. Rápido me metí bajo la colchita. No quería mirar hacía afuera. Ese lamento me asustaba mucho. Significa que ellos están muy cerca de mi tambito.
“¿A dónde voy ahora si ellos vienen acá?... ¡Estoy perdido!”.
Tengo que calmar mis adentros.
“En medio del miedo debes encontrar tu seguridad. Debes solo hacer silencio”, eran las palabras que venían de la enseñanza de mi abuelo, del ruku.  Pero lo único que hacía era cerrar fuertemente lo ojos e intentar no escuchar. Solo quería escaparme de ese lamento.

“¡Ayaymama, ayaymama!”, “¡Ayaymama, ayaymama!”, “¡Ayaymama, ayaymama!”, se repetía y repetía alrededor de mi tambito. Hasta que me acosté sobre la pona, todo cubierto y caí en un profundo sueño.

De pronto escuché el canto de las aves… “¡Qué hago aquí en esta espesa selva!, ¡qué grande es esta lupuna… y son muchas, son tremendas, muy gruesas, muy altas…!
¡Qué día tan bonito!, los guacamayos vuelan juntos y se dejan ver sobre la lupuna…! ¿A dónde se dirigen?... Tengo que seguirlos, debe haber una colpa cerca”.

Y comencé a correr, a correr, mirando el resplandor de un hermoso sol que despejaba la neblina del amanecer. Estaba sonriendo, me sentía feliz sin saber exactamente qué hago allí y cómo llegué en medio de la selva. De pronto, detuve mi paso porque a lo lejos empecé a divisar una persona…
¡Sí, sí, sí….! Es un ruku y camina lentamente… ¡Tengo que alcanzarlo!”.

Lo seguía por detrás para tener la seguridad que no pase nada. Era un ancianito que a paso lento caminaba. Llevaba en su mano derecha un bastón de palo de yuca. A la altura de su cintura estaba atado con una soguilla un pequeño tamborcito. Era muy ancianito, su mirada en todo momento hacía adelante. Era como un carachoso encorvado. Su rostro reflejaba tranquilad.

“¡Ally puncha ruku!...” le saludé pero no respondió.
“¡Ally puncha yayaruku!...” y no me respondía.

No podía quedarme tranquilo. Su silencio era misterioso o quizás no me había escuchado. Entonces me acerqué más. Me adelanté por otro camino, fui raudamente, y detrás de un árbol dejé salir la mitad de mi cuerpo y le dije:
“¡Ally puncha yayaruku!”…
Y con una pequeña sonrisa me respondió…
“Ally puncha wawa”.

Detuvo la marcha y se sentó. Me dijo: “¿qué has venido a sembrar?”.
Y junto al tamborcito tenía una bolsita de tela, de ella sacó yuca y plátano.
Me dijo: “Come, debes tener hambre”.
Sin pensarlo mucho, agarré fuerte con mis manos y no paré de sonreír mirando en ellas un trozo de yuca y un poco de plátano. Lo empecé a comer desesperadamente, como si fuera lo último que comiera en mi vida. Sentía tanta hambre. Era como que mis tripas dejasen de moverse al empezar a comer esta mañana.

“¿Qué piensas sembrar, hijo?”, me dijo nuevamente con ternura mirándome a los ojos.
“Yo no tengo chakra aquí…, realmente no sé donde estoy…”, le respondí.
“Ñuka Marcos Nuteno Kukinchi y usted cómo se llama”, le hablé también mirándole a los ojos.

Pero él se levantó y comenzó a caminar en silencio. Esta vez su paso era más firme. Miraba a su alrededor, miraba hacía arriba, como hacia la copa de las lupunas. Sostenía su palo de yuca en la mano derecha. Yo detrás de él, seguía sin decirle nada. También en silencio. En mi mente su rostro se había dibujado. Su rostro tierno y sereno. De un anciano tranquilo. Un ruku que ha trabajado mucho. Esas ojeras en medio de sus arrugas caían debajo de sus ojos pequeños. Pero se le veía feliz.

Llegamos a un tambito. Estaba vacío como muchos en la selva. Subimos por el tronco y entramos al tambo. Allí nos sentamos sobre la pona. El anciano no dejaba su palo de yuca que llevaba en la mano derecha.
“¿De dónde vienes abuelo?”, le pregunté… Y no respondió.
Volvió a tomar con sus manos la pequeña bolsa atada al tambor y sacó de ella un huevo sancochado y un plátano asado y me lo ofreció.
“Toma esto y come… Me lo dieron ayer mientras visitaba un vecino de por aquí cerca…”
Pero esta vez no lo comí, sino que lo guardé y le dije:
“Esto será para comerlo más tarde. El plátano y la yuca que me diste antes es suficiente”, le respondí.
“Gracias hijo por acompañarme, pero tienes que ir a sembrar. Yo debo llegar al próximo tambo que está cerca”. Y empezó a alzarse apoyándose en sus débiles rodillas.

“Espera un momento abuelo que te traigo un poco de agua para el camino, hace mucho sol y seguro necesitarás beber algo”.
Y de un salto ya estuve de nuevo en tierra. Y empecé a buscar como loco un árbol de pate. Corría y corría por varios lados hasta que lo encontré. De inmediato me dirigí al río.
“¡Qué grande es el Napo… y su corriente es tan fuerte. Esos tremendos troncos son arrastrados como si nada encima de sus aguas!”

Y descuidando el propósito por que el que fui a ese lugar, me quedé con la boca abierta contemplando lo majestuoso que es el río Napo.
De pronto, reaccioné y dije:
“¡El ruku me debe estar esperando!”
Portando agua en el mate fui corriendo con dirección al viejo tambo donde lo dejé.

Cuando llegué me llevé la sorpresa que se había ido. Entonces, esa imagen de su rostro que se impregnó en mi, se dejó ver:
“¿Qué piensas sembrar, hijo?”… vino esa lánguida voz a mi mente.



De repente abrí los ojos. Un chillido de un pequeño frailecito me despertó. Cruce las piernas y sentado en silencio solo atinaba a contemplar el amanecer. No podía creer lo que había pasado. Era tan real. Era tan cercano. Su silencio profundo, su rostro exhausto pero feliz no dejaba de borrarse en mi mente.

“¡Era Pachayaya…! ¡Sí, sí… ahora lo recuerdo!”
Mi mamá me dijo que en el Alto Napo muchos han visto al ruku que viene a visitarlos. Es Pachayaya que camina en la selva y visita los tambos. Recuerdo esa pregunta y sigo inquieto… Realmente estaba en el lugar indicado.

Unas lágrimas de alegría corrieron por mis ojos. Sentía arder dentro de mí algo que no puedo explicarlo. Una sensación hermosa brotó desde mis adentros:
“Ñuka Marcos Nuteno Kukinchi…
Ñuka sinchi runa…
Ñuka napuruna…”.




Roma, 06 de junio del 2017

ROBERTO CARRASCO ROJAS


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