viernes, 8 de abril de 2016

Dos corazones que han seguido la misma conducta


P. TEMPIER: COMO LA PRIMERA VEZ...,
VEN AL LADO DE EUGENIO

Esta Pascua tiene un tinte muy especial en mi vida oblata. Los oblatos que formamos la comunidad de Padres Estudiantes en Roma nos decidimos vivir juntos una experiencia nueva en nuestras vidas. Visitar Aix-en-Provenza en Francia. Esto significaba estar en la Casa Fundacional Oblata. El mismo lugar donde empezó la vida oblata, el carisma oblato, la vida comunitaria oblata como un don para la Iglesia.

En este contexto del Bicentenario de la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, el poder hacer un peregrinaje a este lugar santo, me ha permitido empezar a reflexionar más sobre los inicios de esta experiencia que empezaron juntos cinco jóvenes sacerdotes en una pequeña casa, fundando una nueva familia. Una nueva Sociedad que ha empezado a soñar con llevar la Palabra de Dios a los más pobres. Una familia religiosa que asume el valor de la caridad como eje fundamental de la vida común. Como escribía P. Tempier unos meses atrás: “la caridad es el perno sobre la cual rota toda nuestra existencia”.

Realmente estar en estas pequeñas habitaciones donde, para los oblatos, todo empezó era como experimentar esta mística que permanece y se siente en las paredes de este lugar. En mi mente daban muchas vueltas dos preguntas claves: ¿Cómo lo hicieron, si eran muy jóvenes los sacerdotes que empezaron toda esta locura de dejarlo todo y vivir juntos? Y la otra pregunta se la quería hacer – con un cierto atrevimiento – en plena tumba donde reposa a nuestro Fundador: ¿Y qué hace en Paris tu gran amigo Henri Tempier, no debería estar junto a ti?

 Son muchos los escritos que hablan de San Eugenio de Mazenod. Sus cartas e incluso los contenidos de sus escritos espirituales son muy profundos. Cuando leo sus cartas, sobre todo aquellas dirigidas a su “muy querido amigo y buen hermano” Henri Tempier, comienzo a reflexionar cuanto bien ha significado para la vida de este santo, la vida de otro santo. Me atrevo ha afirmar esto porque pienso que solamente dos hombres: uno apasionado por la misión y el otro apasionado por la vida comunitaria han podido juntos unir estas pasiones para dirigirlas a Cristo en la búsqueda de la perfección consagrándose a Dios para el servicio de los pobres.

Para poder entender como el Espíritu había llenado de ardor, desde el primer momento, los corazones de San Eugenio de Mazenod y Henri Tempier, quiero empezar a releer los primeros escritos espirituales de San Eugenio de Mazenod. Era mayo de 1818, Eugenio sentía la necesidad de un retiro en medio de tantas y excesivas ocupaciones que tenía. En este tiempo este joven sacerdote tenía 36 años y su amigo tenía 30, osea eran completamente jóvenes cuando empezaron a vivir en medio de las responsabilidades la aventura de sacar adelante una Sociedad que nacía para evangelizar a los pobres. En este escrito se ve claramente cómo era el carácter fuerte que tenía Eugenio, y seguro me permite pensar este escrito, que el carácter de Tempier era perfecto sobre todo para saber cómo soportar este fuego que ardía en el corazón del Fundador. Un fuego que muchas veces quemaba y quien lo conocía bien tendría que saber cómo recoger este calor que es fuerte cada vez.

En este retiro de fines de abril e inicios de mayo de 1818 Eugenio escribía:

“Ya era tiempo de que pensara en librarme de este cúmulo innumerable de ocupaciones de todas clases que me abruman espiritual y corporalmente para venir al retiro a ocuparme seriamente del asunto de mi salvación repasando exactamente todas mis acciones para juzgarlas severamente […] La necesidad era urgente pues mi espíritu es tan limitado y mi corazón está tan vacío de Dios que los cuidados externos de mi ministerio, que me lanzan a una continua dependencia de los otros, me preocupan tanto que he llegado  al punto de no tener nada de aquel espíritu interior que antes constituía mi consuelo y mi dicha, aunque nunca lo he poseído más que imperfectamente a causa de mis infidelidades y de mi constante imperfección. Ya no actúo más que como una máquina en todo lo que me atañe personalmente. Parece que ya no soy capaz de pensar en cuanto tengo que ocuparme de mi mismo. Si es así ¿qué bien puedo hacer a los otros? De este modo se mezclan mis imperfecciones en mis relaciones habituales con el prójimo que tal vez me hacen perder todo el mérito de una vida que está del todo consagrada a su servicio […]

Hoy, con la ayuda de Dios, voy a trabajar con empeño en poner tal orden en mis acciones que cada cosa vuelva a ocupar su sitio a fin de que la caridad con el prójimo no me haga fallar a la que me debo a mí mismo, con mayor razón cuando el mejor medio para ser de veras útil al prójimo será sin duda trabajar mucho sobre mí mismo.

Mi estado me causa horror. Parece que no amo a Dios más que por capricho. Por lo demás, rezo mal, medito mal, me preparo mal para la misa, la digo mal y hago mal la acción de gracias; siento en todo una especie de repugnancia para recogerme por más que haya hecho la experiencia de que, tras haber superado esa primera dificultad, disfruto de la presencia de Dios. Todos estos desórdenes provienen, según pienso, de que estoy demasiado entregado a las obras exteriores y también de que no pongo bastante cuidado en hacerlas con gran pureza de corazón […]

Los asuntos y los estorbos, lejos de disminuir no han hecho más que aumentar desde entonces y, por no haber releído los buenos propósitos que la gracia me ha inspirado, no los he puesto en práctica. Por eso echo de menos en mí esa dulce seguridad que está bien expresada en aquellas reflexiones que he releído dos veces con verdadero placer.

El estado en que he caído es extraordinario y exige un remedio rápido. Es una apatía absoluta para todo lo que me concierne directamente; parece que cuando tengo que pasar del servicio al prójimo a la consideración de mí mismo, parece, digo, que ya no tengo fuerzas, que estoy completamente agotado, seco, incapaz hasta de pensar.

Me arrepiento de esta fatal disposición aun en este momento, nunca he sentido tantas dificultades ni se me ha hecho tan costoso recogerme, entrar en mí mismo, pensar en las verdades eternas, etc. […] Por eso es preciso regular de modo definitivo, firme y eficaz las acciones principales de las que nunca más debo dispensarme bajo ningún pretexto”.

Realmente, este pequeño ejemplo me motiva a reflexionar mucho sobre la vida de un sacerdote. Una vida que necesita de la comunidad, del hermano, del compañero para que sea llevadera. Realmente es una locura seguir al Señor Jesús cuando el corazón está lleno de tantas cosas que se enfrentan entre sí. Solo una vida profunda, una vida convencida de la misericordia de Dios es capaz de reconocer la necesidad de hacer un alto y de reflexionar, meditar y poner en orden las cosas.

La Sociedad que había nacido necesitaba de hombres coraje, de hombres simples o de simplemente hombres que ardan en deseos de perfección. Ambos habían empezado juntos un programa de vida. El maestro espiritual y el discípulo compartían el mismo espíritu: el amor a Dios, el bien de la Iglesia y la necesidad de instruir a la gente y de conducirla a la conversión, así como la importancia de tener sacerdotes santos. Por un lado, un Eugenio que ardía como una llama de fuego, y por el otro, un paciente Henri que empezó a aprender a “soportar” los fuertes movimientos que porta el Espíritu en el corazón de quien desea que ese fuego nunca se extinga, sino más bien siga ardiendo.

Por esto quiero detenerme aquí, porque así como he aprendido a conocer a San Eugenio de Mazenod quiero aprender y profundizar más la vida de “Nuestro Segundo Padre” en la congregación. Es lo justo. Es lo mínimo que puedo empezar a reflexionar, porque así como la vida de Eugenio apasiona cuando se piensa en la misión, la vida de Tempier apasiona cuando se piensa en la vida comunitaria oblata. Un oblato siempre necesita de otro oblato en la vida concreta de un consagrado, más aún en la misión.

Henri Tempier es un ejemplo y seguirá siendo un ejemplo para nosotros los oblatos. Supo de primera mano conocer de cerca al fundador, supo aguantarlo. Un carácter intenso no es fácil de sobrellevar en la vida comunitaria. Las afirmaciones fuertes de San Eugenio de Mazenod necesitaban un primer receptor que sepa muy bien que decir, que aconsejar, que palabras usar. Hoy se llama a todo esto: ser asertivo. Recuerdo cuando Eugenio le escribió a Tempier esa carta del 12 de agosto de 1817 que decía con voz fuerte: “Los sacerdotes viciosos o malos son la plaga de la Iglesia”, en alusión a la formación que necesitaban los primeros novicios de la congregación, que por cierto es una de tantas cartas que expresan muy bien ese corazón que caracterizaba a Eugenio.


Hoy es 09 de abril, y quiero recordar por medio de este escrito, a nuestro querido padre Henri de Paula Tempier, OMI. Un día como hoy murió el año 1870. Un profundo agradecimiento a Dios por el testimonio de este oblato. Como decía el P. José Fabre, OMI, en una Nota Necrológica hablando del P. Tempier. “Sólo Dios conoce lo que el P. Tempier ha realizado […] No cabía equívoco sobre la sinceridad y la pureza de sus intenciones. Inflexible en cuanto al deber, era siempre conciliador en cuanto a las circunstancias. Y cuando se veía obligado a actuar con rigor, se reconocía, por encima de su autoridad, la  autoridad  de  la  conciencia  a la que obedecía ... Nuestro  Fundador  y  el  P. Tempier  han  seguido  la  misma  conducta..., siempre el P. Tempier ha conservado la calma del hombre perfecto, la intrepidez de la conciencia cristiana y la abnegación heroica que el sacerdote según el corazón de Dios saca de las luces de la fe y de las inspiraciones de la piedad. No temió exponerse a las injusticias de la opinión ni desafiar las pasiones populares”.

Otro testimonio que podemos recordar está escrito en el año 1892 por el Obispo Payan d’ Augery, biógrafo de la fundadora de las religiosas Víctimas del Sagrado Corazón. Cuando escribía refiriéndose a él:

 “Pequeño de talla, mirada viva, palabra algo entrecortada, el P. Tempier unía a las virtudes del religioso... la experiencia y la  prudencia de un administrador consumado... Hombre prudente y verdaderamente sobrenatural, había conquistado una legítima influencia sobre el corazón y sobre el espíritu de su tan perfecto obispo; su temperamento más tranquilo mitigaba felizmente, si osamos decirlo, los arrebatos y los prontos de Mons. de Mazenod, en quien la santidad había dejado sobrevivir el carácter provenzal... Era sobre todo un hombre interior, y por ende más capacitado que muchos otros para comprender la belleza de la vida religiosa, suavizar sus pequeñas aristas para las mujeres, y por su conocimiento de personas y cosas, darles los consejos más prudentes. Muchas comunidades se sintieron felices de su dirección”.

En estos 200 años de la Congregación nos queda no solo agradecer a Dios por la vida de estos dos hombres que marcaron un estilo propio de vivir la comunidad, de ser misioneros, de trabajar juntos, de compartir y dar amor, sino también de retomar estos ejemplos que nos pueden ayudar a seguir creciendo, primero como personas, como oblatos en comunidad y en la misión. Que vivir en comunidad, siendo completamente diferentes, es una riqueza que matiza la vida religiosa.


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